18 abril 2007

"Presalida" del Cristo de la Buena Muerte por Fernando Sánchez Resa

Son las nueve de la noche de este ajetreado Jueves Santo. He venido a la señorial iglesia de San Miguel en busca de ese enternecedor silencio que ya no se puede disfrutar en el exterior… Mientras La Columna pasa por la plaza Primero de Mayo, la iglesia de los Padres Carmelitas anda desierta, casi en penumbra. Únicamente la capilla de San Juan de la Cruz está abierta. Allí hacen obligada visita ciertos ubetenses, que aprovechan su tiempo, entre procesión y procesión, para adorar a Cristo Sacramentado en su altar bellamente ornado…

En la iglesia principal sólo hay una luz mortecina bajo el coro, que disipa, en parte, las tinieblas que la noche trae bajo su manto… Sólo se oyen voces cofrades e incluso de algún que otro visitante ‑foráneo o autóctono‑ que quiere ver y sentir a Dios Crucificado antes de que llegue el Viernes Santo.
Jesucristo ha sido descolgado del lateral izquierdo del altar, mientras algunos directivos y los más “madrugadores” cofrades ‑con su ropa talar negra‑ andan en los primeros bancos de la iglesia, asistiendo a los cotidianos preparativos de este singular vía crucis. En la penumbra, charlan e intercambian ideas y conversaciones de todo calibre. Se encuentran tranquilos, pues están seguros de que todo va a salir bien, como todos los años. Algunos frailes también están pendientes del evento.
Los cofrades se deciden a abrir la puerta principal para que puedan entrar los que aún no han llegado. Son las nueve y cuarto, cuando reina suma tranquilidad en el recinto sagrado, levemente interrumpida con murmullos cofrades y de los seis improvisados invitados que cuchichean y están sentados en los primeros bancos.
Encienden ahora los grandes pebeteros de pie y se va haciendo la luz paulatinamente ‑«Hágase la luz», nos dice el Génesis‑ y poco a poco, en esta magnífica iglesia, se va produciendo el milagro donde se mezcla, por ósmosis, la luz eléctrica con la de vela.
Varios cofrades rezan ante el altar, encomendándose al Altísimo, para estar límpidos y poder portar la Sagrada Imagen de Cristo, hoy en día que se reza tan poco… Después cogen al Cristo descolgado, que permanecía encima de los bancos, y cuatro de ellos lo colocan cariñosamente, con mucho mimo, ante el altar mayor, mirando hacia el fondo de la iglesia. La cara de Jesucristo Crucificado muestra un digno código de dolor y amargura, que representa la pesada carga de todos los pecados de la humanidad: pasados, presentes y futuros…
Se arremolinan ante el altar los catorce cofrades que ahora mismo están. La potente luz del lado izquierdo del altar nos ilumina a todos los presentes... Se respira tranquilidad y buen ambiente. Incluso se habla de la posible lluvia de mañana, un tanto anunciada.
Ya lucen vigorosas las cuatro redondas antorchas‑pebeteros y se van colocando, dos a la cabecera de Cristo y las otras ‑más separadas‑ a los pies. Se acaba de componer un especial cuadro semanasantero ubetense que sólo podemos apreciar los que aquí nos encontramos. Jesús, con los ojos cerrados, viene a representar las dobles vidas que solemos llevar, mientras la máscara del mundo se apodera de nosotros…
Ahora encienden las luces del coro y la iglesia pierde el cariz medieval que tenía… Sigue incrementándose el número de invitados, que no quieren perderse estos momentos sublimes… A la luz del coro, ya distingo las caras de los afortunados cofrades y de los observadores que nos hemos agregado a este acto. Aquellos están siendo partícipes de una doble vivencia, individual y colectiva, que no les importa declarar ante el mundo: «Dios existe. Dios viene cada primavera a redimirnos, a presentarse ante nosotros para que lo recibamos ‑o lo rechacemos‑ una vez más…».
Se advierte de que las personas que están en el coro lo abandonen, pues se ha de apagar la luz. Como tardan en hacerlo, ahora esto parece una pequeña fiesta donde voces, luces y charlas ‑más o menos desentonadas‑ pululan. Ya se oyen los tambores en la calle, parecen llegar y llamar a la puerta de la iglesia para que se les abra. Todos vamos en busca del silencio y del recogimiento, que tanta falta nos hace… Por fin, se apaga la luz del coro y sólo quedan las luces del lado izquierdo del altar, mientras ahora resuenan los tambores, con su bronco sonido, produciendo recio eco, cual si templaran nuestras conciencias.
Viene el guión con sus tulipas encendidas, a la medida de cada cofrade. Avanza a lo largo del pasillo central y se va distribuyendo, silenciosamente, a ambos laterales de la iglesia. Sólo se oyen los varales y un murmullo lejano exterior leve, y el interior ‑el más genuino‑ que borbotea y resuena fuerte en las conciencias de los allí presentes.
Ya está toda la iglesia tomada por los penitentes. La mayoría está de pie, luciendo sus tulipas… Algunos andan sentados en los bancos de madera, tratando de coger fuerzas para la procesión que se avecina.
Habla el presidente, Leonardo Tallada: «Si os vais a descalzar, dejad el calzado sobre los bancos». Este es un rito ancestral que se repite año tras año. En cuanto se toque silencio no se moverá ‑ni oirá‑ un alma… Algunos se levantan el gorro o baberola para poder ser reconocidos. Hay olor a fuego de los pebeteros. Las tulipas tienen una pila parecida a la que tenemos los humanos en nuestro interior…
La gente se va descalzando, en notable número, para cumplir la promesa hecha en fechas anteriores, pues desean cumplir el contrato con el Dios cercano que cada cofrade lleva dentro…
Habla el sacerdote: «Vamos a comenzar nuestra estación de penitencia. Para hacerla, debemos rezar el padre nuestro y estar en actitud orante y peregrina. Úbeda es la catedral que vamos a recorrer, como se hace en las grandes capitales andaluzas, donde no se sale de allí para estacionar el Vía Crucis. Saldremos de esta catedral y volveremos a ella. Por el recorrido, vamos a orar…». Nos invita a mirar al Señor y declamar el padre nuestro. Se reza, e insta a llevar cada uno la cruz vital que le ha tocado…
Vuelve a tomar la palabra el presidente: «Saldréis, tras de mí, fuera del recinto eclesial: guías, cruz guías, farolas de Cristo y la bandera». Así lo hacen, pues la primera estación de penitencia empieza dentro de la iglesia.
El coro de la parroquia se encuentra dispuesto en el altar mayor, tras el Cristo Crucificado, todo atento y sigiloso, cual espectro del más allá…
El presidente apunta: «Nos tapamos la cara». Y la cruz guía, farolas guías y farolas de Cristo lo acompañan hacia el fondo de la iglesia, casi a la salida. Las cuatro antorchas‑pebeteros del altar son las primeras en marchar al fondo del recinto eclesial, precedidos de su presidente.
La puerta grande de la iglesia está de par en par y ya antes, cuando entraron, se veían múltiples relámpagos humanos cual estrellas fugaces del firmamento ubetense…
«Cara tapada, silencio, buena procesión a todos», musita el Hermano Mayor de esta cofradía del silencio. La iglesia es un auténtico receptáculo medieval. Ahora se vuelve a abrir la labrada puerta y los tambores, con su seco tono monocorde, van saliendo parsimoniosamente a la calle, mientras las luces de los flashes no cesan de brillar desde afuera… La recoleta plazoleta y sus aledaños se encuentran abarrotados de expectación desbordante, de gente ansiosa que quiere empaparse de esta procesión de auténticos penitentes. Se palpa un silencio sepulcral… Todos nos encontramos de pie y absortos en el espectáculo humano‑divino que se nos brinda gratuitamente, como la gracia santificante a los cristianos….
Ya se mueve en este momento el guión, cuando se escucha un celestial canto acompañado de suaves golpes de pandero que nos transmiten el mensaje más ancestral. Un conjunto de voces angelicales, bien conjuntadas, nos erizan el cabello. Es la “Cuarta Palabra”, compuesta y dirigida por Manuel García Villacañas. Su coro, “Llama de Amor Viva”, de la parroquia de los Padres Carmelitas Descalzos, lleva más de veinte años funcionando y colaborando con la Semana Santa ubetense y con esta cofradía del Cristo de la Buena Muerte… Interpretan una composición de Las Siete Palabras de Cristo que organiza la cofradía y sirve de acto penitencial sincero, cofrade y personal, pues llevan desde el año 2 000 haciéndolo. En Cuaresma se hizo una reposición…, aunque no tuvo demasiada difusión; mas cuando el público amante de la música y lo sacro, en clave ubetense, se entere, no tardarán en demandar masivamente un CD de este conjuntado y compacto grupo vocal que nuestra Úbeda atesora… Es la maestría de Manuel García Villacañas, protagonista principal, que compone, dirige y ve hecha realidad inmediata lo que su estro de artista musical y pictórico le dicta…
En la suntuosidad y serenidad de esta iglesia de San Miguel, todos nos encontramos hieráticos, concentrados en el mensaje plástico cristiano que ahora se nos transmite. Las voces parecen venidas del más allá para el más acá presente que contemplamos… Ahora callan. Se ha quedado flotando en el ambiente, como una invisible madeja, el silencio y el perdón de todos los presentes.
Siguen los flashes desperezándose en el exterior de la iglesia. Parece un relampagueo continuado en esta mágica noche de Jueves Santo.
Ya la trompeta interpreta solitariamente un lamento, la Canción del Silencio, que vuelve a emocionarnos vivamente mientras que el Cristo Crucificado, en andas, está a la puerta del templo, diciendo a todos: «Soy Yo, que no os he olvidado…». Ahora le acompaña un leve repiqueteo de tambor. Al finalizar, sigue reinando con fuerza el silencio y el recogimiento, tanto dentro como fuera de la iglesia…
El guión va saliendo lentamente. Son las diez y diez de la noche. En este momento, suena la campanilla inicial que parece en un instante desdoblarse al salir a la plazoleta. Es ella misma, que ha tomado duplicado timbre de eco renovado… El coro de la parroquia sigue a la espera de que «todo se haya consumado», como apuntan las palabras del evangelista, cuando Jesús muere en la Cruz… No paran los flashes de verse desde el interior: parecen fogonazos de corazón que dan vida a esta celebración…
Todo ya es paz, silencio y serenidad en este magno y glorioso templo, en el que he asistido a un espectáculo humano con cuño divino. A más de uno le va a servir para tenerlo por siempre impreso en su memoria cual bálsamo de paz y de contento…
Se va cerrando la puerta principal, porque resuenan sus goznes y pestillos… Nos hemos quedado solos con el coro; y alguna que otra persona marcha a la calle esperando llenar su alma con el agua que nunca dará sed, como le propuso Jesús a la samaritana… Henchirse de un suave perfume, ungüento vital que regenere nuestro interior para siempre...
Úbeda, 13 de abril de 2006.